Conversar un momento con Iván Jaksic, autor del libro mencionado, que también aparece aquí en el título de esta colaboración, y mirar la antología de textos de Bello que él publicó en lengua inglesa en 1997, bastaron para convencerme de que podía estar ante una biografía diferente del gran humanista. Debo decir, asimismo, que me atrajo sobremanera su título Andrés Bello: la pasión por el orden, puesto que en 1981 yo había publicado en Valparaíso un breve opúsculo titulado Proyección jurídica de las ideas de Bello sobre el orden y la libertad, en el que me preguntaba cuánto más amigo del orden que de la libertad había sido Bello, o de ésta que de aquél, porque en nuestro Chile de los años 80 circulaba un discurso oficial inaceptable que sugería que para tener orden en la sociedad era preciso acabar con la libertad o, al menos, limitarla fuertemente.

Andrés Bello fue un hombre de su tiempo, lo cual significa, por una parte, que sus ideas se inscriben en el espectro más amplio de las convicciones mayormente arraigadas en su época y, por otra, que muchos de los temas que desarrolló Bello en la vasta y riquísima obra que nos ha legado, fueron determinados, en mayor o menor medida, por las contingencias de esa misma época en que le correspondió vivir y actuar.

Sin embargo, si Bello fue un hombre de su tiempo, no cabe duda que poseyó también -y en alto grado- la visión y el talento necesarios para trascender esa determinación, difícilmente eludible, con que el misterio del tiempo encadena a los hombres y a las obras que éstos son capaces de realizar.

La visión decimos, porque Bello, dentro de los múltiples intereses que demostró poseer tanto en el plano de las ideas como en el campo reservado a la acción, fijó muchas veces su atención en asuntos o problemas que, por su misma naturaleza, rebasaban las concretas preocupaciones de su época, proyectándose, más allá de ésta, al modo de cuestiones en las que aparecen comprometidos el ansia y el desasosiego espirituales de los hombres de todos los tiempos.

Y el talento -agregamos-, porque el ilustre humanista americano supo ocuparse de tales asuntos y problemas de manera que sus proposiciones en torno a ellos alcanzaren la jerarquía, influencia y perennidad que obtienen las obras y los hombres en quienes tiene lugar esa feliz combinación entre la audacia especulativa que exigen las cosas del espíritu y la prudencia política que reclaman para sí las cuestiones relativas al proceder y a la acción.

Precisamente, uno de los problemas que preocupó a Bello fue el de las relaciones entre el orden y la libertad, concretamente en el sentido de dos valores ciudadanos cuya realización simultánea requiere no sólo cada individuo, sino, a la vez, toda comunidad políticamente organizada.

A este mismo respecto, y antes de que expongamos el pensamiento de Bello sobre el particular, cabe comprobar un aspecto en cierto modo lateral, pero que no carece de interés.

John Stuart Mill, a cuyo padre, James Mill, Bello conoció y trató personalmente durante sus largos años en Londres, publicó su descollante obra Sobre la libertad en el año de 1859, esto es, seis años antes de la muerte de Bello. Por lo mismo, no es seguro que éste haya llegado a conocer la obra de Mill en referencia.

Ahora bien, uno de los temas principales que se desarrollan en la obra de Mill que hemos citado antes es, precisamente, el de la naturaleza y los límites del poder que la sociedad tiene derecho a ejercer legítimamente sobre los individuos, esto es, en palabras del propio Mill, “la lucha entre la libertad y la autoridad”. Este es, según el autor citado, el principal problema de toda sociedad, ante el cual unos tienden a favorecer una creciente intervención de la autoridad, en cuanto ven en ésta un medio eficaz de conseguir bienes que se desean o de corregir males que se quiere evitar, mientas que otros entienden que es preferible sobrellevar las imperfecciones sociales antes que aumentar la nómina de los asuntos humanos susceptibles de control gubernamental.

Mill, de acuerdo con su principio de que “la única parte de la conducta de cada uno por la que cada cual es responsable ante la sociedad es la que se refiere a los demás”, concluirá frente al problema en referencia que, a la vez, la única razón justificable que la sociedad puede hacer valer para interferir en la libertad de uno cualquiera de sus miembros es la propia protección de la sociedad, de donde se sigue que la sola finalidad por la que la autoridad puede ejercer su poder sobre un individuo es evitar que éste perjudique o dañe a los demás.

Pues bien, no puede decirse que Bello haya desarrollado, como Mill, de manera sistemática, este problema, ni menos resultaría exacto afirmar que el jurista venezolano haya abrazado en torno al mismo la solución que propone el célebre autor inglés. Pero de lo que no cabe duda es de que en ambos autores late una preocupación genuina e intensa por la cuestión de los límites del poder, aunque, según veremos, Bello, motivado en esto por las vicisitudes de su tiempo y por un comprensible horror de anarquía, enfatizará en cierto modo el orden por sobre la libertad, pero sin llegar, en caso alguno, a sacrificar ésta por aquél, mientras que Mill, según se desprende de lo dicho anteriormente, aparecerá más inclinado a favorecer la libertad por sobre el orden y la autoridad.

Sin perjuicio de lo anterior, también es posible verificar otra afinidad entre Bello y John Stuart Mill, a quien el primero debe de haber conocido en casa de su padre cuando el futuro autor de Sobre la libertad contaba apenas con ocho años de edad. Nos referimos a la prodigiosa y fecunda diversidad vocacional mostrada por Bello, que engarza, sugestivamente, con el postulado de Mill acerca de la importancia que tiene, tanto para el individuo como para la sociedad, “el dar entera libertad a la naturaleza humana para expandirse en innumerables y opuestas direcciones”. Estas palabras, que Mill coloca como epígrafe inicial de su obra antes citada, pertenecen a Guillermo de Humboldt, cuyo hermano Alejandro tanto influyó para afianzar los severos hábitos de estudio que Bello ostentaba ya, siendo un adolescente, al momento de conocerse ambos en Caracas, a comienzos del pasado siglo, en momentos en los que Bello no sólo destacaba como estudiante, sino que se daba tiempo para repasar materias a Simón Bolívar, menos dado al estudio que Bello y hombre finalmente de espada, no de pluma, con quien Bello iba a tener más adelante una relación marcada por el recelo y el distanciamiento.

Publicidad de los juicios (1830), La centralización y la instrucción pública (1831), Las repúblicas hispanoamericanas (1836), Discurso pronunciado en la instalación de la Universidad de Chile (1843) y Constituciones (1848), son algunos de los textos de Bello en que se alude al problema de las relaciones entre el orden y la libertad.

Entiende Bello en esos trabajos que a la base de todo programa y acción en el terreno político se sitúa la dificultad de conciliar, por una parte, las exigencias básicas de orden que todo grupo humano requiere para su preservación y progreso, y, por otra, las demandas inviolables de libertad que cada individuo tiene también el derecho de hacer valer para cautelar su propio ser y desarrollo.

Ahora bien, Bello se aleja tanto del anarquismo, que desprecia el orden social en beneficio de una expansión sin límites de la libertad individual, cuanto de las diversas formas de despotismo que, por su parte, optan por restringir la libertad ciudadana, cercenándola a veces en sus raíces, con el pretexto de mantener a todo trance el orden y la tranquilidad públicos.

De este modo, Bello, en un giro habitual de su pensamiento, equilibra entonces el juicio entre ambos extremos y propicia constituciones que garanticen el orden y la tranquilidad de las personas, pero que afiancen también la libertad e independencia de éstas. Así, se opone tenazmente al tumulto y al desenfreno que puedan acompañar a las jornadas políticas, pero es capaz de asumir como inevitable el margen de convulsión que trae consigo toda época de transición. Reconoce la conveniencia de adaptar la forma de gobierno a la localidad, costumbres y caracteres de cada nación, recomendando a los legisladores alejarse de las seducciones de brillantes teorías y auscultar, en cambio, la índole y necesidades de los pueblos a los que deba aplicarse una legislación determinada, pero no recomienda esperar en todo caso a que hable el “corazón del pueblo”, sobre todo cuando se trata de instituciones que corresponden a hábitos e intereses políticos inveterados y que, por lo mismo, pueden exhibir un alto grado de eficacia.

Bello sugiere fórmulas políticas que garanticen el orden, pero que afiancen también la libertad de los ciudadanos. Sabe bien que hay una buena dosis de irresponsabilidad, y hasta de inexcusable simpleza, tanto la doctrina de quienes querrían sacrificar cándidamente el orden de la libertad, cuanto en la de quienes, presas de lo que Isaiah Berlín llamó la “neurosis de nuestro tiempo” -el terror a la desintegración y a la falta de dirección y autoridad-, propugnan el sacrificio en sentido inverso, esto es, sofocar al máximo las libertades para conseguir, por esa vía, un mínimo de orden.

Por lo mismo, consciente de la complejidad del problema y asumiendo en toda su grandeza y complicaciones el imperativo de armonizar con prudencia el orden social con las libertades ciudadanas, sin inmolar aquél por éstas ni éstas por aquél, Bello concluye por recomendar a los gobiernos que dejen obrar libremente y, a la vez, que aseguren la tranquilidad pública, puesto que éstos “son los agentes poderosos de los adelantamientos de las naciones”. “Por ello -escribe finalmente el ilustre caraqueño-, el mejor gobierno será el que presta confianza y seguridad a los ciudadanos, respetando las leyes, y los deja gozar de la verdadera libertad”.

No por nada, en consecuencia, Andrés Bello pudo decir lo siguiente en parte de su Discurso de instalación de la Universidad de Chile: “La libertad, como contrapuesta, por una parte, a la docilidad servil que lo recibe todo sin examen, y por otra a la desarreglada licencia que se rebela contra toda autoridad de la razón y contra los más nobles y puros instintos del corazón humano, será, sin duda, el tema de la Universidad en todas sus diferentes secciones” (Bello, 1981:29)*.

Las ideas anteriormente expuestas, así como las que Bello acogió en su época sobre otros problemas sociales, devuelven la imagen de un individuo conservador, aunque dotado de un fino realismo político y de una razonada confianza en la libertad individual y en el derecho de las personas para llevar a cabo el examen de las cosas públicas de un modo limpio de prejuicios e intereses. Cierto es que él se muestra partidario de un régimen de autoridad fuerte e impersonal, en lo cual actúa motivado no sólo por las convicciones antes indicadas, sino, sobre todo, porque Chile, y con Chile las restantes naciones del continente, se encontraban en esa época afanadas, de un modo acuciante y dramático, a la consolidación de regímenes políticos independientes, y enfrentaban, por lo tanto, la perentoria exigencia de adquirir una existencia propia, estable y perfectamente diferenciada, puesto que tal era el único camino posible para un conjunto de nacientes repúblicas que, en la búsqueda de su definitiva identidad, habían roto los lazos de subordinación y dependencia respecto a España.

Como se lee en el libro de Jaksic, de lo que entonces se trataba en nuestro continente no era poca cosa: transformar colonias en naciones, es decir, la pregunta era “cómo establecer instituciones republicanas legítimas en el caótico contexto que siguió a la victoria militar contra España”.

Así las cosas, la pasión que Bello mostró por el orden, ¿hace de él un conservador? ¿O estamos en presencia de un liberal? ¿O acaso en la de un liberal-conservador?

Bello intentó conciliar orden con libertad y, en tal sentido, él es, en cierto modo, un híbrido, un mestizo, con todo el atractivo y aun la modernidad que tiene alguien que no es de una sola pieza ni pretende presentarse como tal.

¿Era creyente Andrés Bello? Por supuesto que sí, ¿Tenía Bello fuertes dudas religiosas, agudizadas por la temprana desaparición de su primera mujer y por la prematura muerte de varios de sus hijos? Claro que sí.

Un híbrido también en esto, un mestizo, como queda bien de manifiesto en su correspondencia con el sacerdote español José Blanco White.

Pero dije un híbrido, un mestizo, no un equilibrista, porque Bello no combinaba su pasión por el orden y su gusto por la libertad en idénticas proporciones, como tampoco podría decirse que creía y dudaba de Dios con la misma fuerza. Bello estaba más cerca del orden que de la libertad y probablemente más instalado en la fe que prisionero de la duda. Lo que sabía, sin embargo, quedándome de nuevo con el tema del orden y la libertad, es que no hay valores absolutos y excluyentes, y que en este caso, lo mismo que tratándose de la libertad y la igualdad, de lo que se trata no es de cuál de esos valores debe ser excluido en nombre del otro, sino cuánto debe ceder uno en beneficio del otro para que ambos consigan un grado de realización aceptable.

¿Cuánta libertad por cuánta igualdad? ¿Cuánta justicia por cuánta compasión? ¿Cuánta benevolencia por cuánta verdad?

Esas no son preguntas de Bello, sino de un liberal de nuestro tiempo -Isaiah Berlín-, quien sabía muy bien que esa es la clase de trueques que requiere una sociedad decente.

Si las obras han de juzgarse por sus propósitos, yo considero que el aludido libro de Iván Jaksic satisface holgadamente los tres que se propuso, a saber, reunir nueva información sobre Bello, enfatizar las dimensiones más personales de la biografía de Bello y destacar el papel que tuvo Bello en el proceso de construcción de nuestras naciones.

Unos propósitos que Jaksic consigue merced a su acabada investigación sobre Bello y su tiempo y a la narración clara, segura y por momentos novelesca de que se vale para dar cuenta de una personalidad compleja, ambivalente, que conoció probablemente más el éxito que la felicidad.

Una personalidad, a mi juicio, que queda mejor patentizada en el grabado de acero realizado por Macrae en 1846 que en la más conocida pintura de Monvoisin de 1844. En el retrato que pintó Monvoisin la marmórea serenidad de Bello está suavizada por la evidente tristeza de su mirada. Una serenidad y una tristeza que en el semblante de Bello grabado en acero iban a dar paso a lo que yo percibo como angustia y crispación.

Si algo hubiere que destacar especialmente en esta biografía de Bello es el lugar central y preferente que ocupa en ella eso que Graham Greene llamó “el factor humano”, porque en las ideas y en la obra de Bello tuvieron gran importancia hechos como su desarraigo de la Venezuela natal, su largo exilio en Londres y las penurias que le acompañaron, la temprana muerte de la primera mujer de Bello y de varios de sus hijos, el sentimiento de culpa con la madre que esperó en vano su regreso en el huerto de membrillares y naranjos en su casa de Caracas, y la amistad veteada de desavenencias y desencuentros que Bello tuvo con personalidades fuertes e influyentes de su época, tales como Simón Bolívar y Diego Portales.

En este libro, Bello no es un pretexto para comprender mejor los primeros 50 años de nuestra vida independiente. En este libro, Bello es el motivo central que mueve al autor, aunque para comprender a ese hombre que fue Bello resulte indispensable registrar cuáles fueron los hechos políticos y sociales del tiempo que le tocó vivir.

Chile ha vivido en las últimas dos décadas un feliz auge de la novela y -creo yo- uno más visible del ensayo.

El libro de Jaksic viene a hacer todavía más visible ese auge, con una particularidad que a mí me parece notable: que su libro es un ensayo que respira como novela.

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Véase Bello, Andrés. “Discurso en la instalación de la Universidad de Chile”, en Andrés Bello: 1781-1981, Santiago, Ed. Universitaria, 1981: 9-29.